El río Leteo o el eterno olvido
El infierno griego, el Hades, más que un lugar de tormento era un tiempo de espera antes de cruzar el río leteo, el río del olvido. De él bebían las almas una cierta medida antes de volver al mundo, solo la cantidad justa. Quien tomaba de ella en exceso olvidaba del todo la verdad y vivía asilvestrado arrastrado a cuatro patas; el que bien poco lo hiciera nunca perdía el brillo de la verdad en sus ojos. Venir a un cuerpo humano exigía, pues, vivir entre la apariencia de la vida y la verdad del ser, manteniendo la esperanza en un más allá como un amante o como un doliente, ya depende de cada cual.
Este mito muestra la creencia chamánica en la reencarnación (Mircea Elíade: "Chamanismo"), el vuelo del alma al cielo y el viaje a los infiernos para saber de uno mismo; anticipo del quebranto de la realidad en dos mundos, el de las Ideas eternas y el mundo sujeto al tiempo, al devenir y al cambio. Una innecesaria esquizofrenia diría más tarde Aristóteles a los fieles de la Academia platónica. El caso es que sobrevivió la ruptura con el cristianismo hasta Nietzsche. Tampoco el positivismo lógico ha recuperado el pensamiento unificado de Espinoza y Aristóteles. Y así, nuestra imagen de Dios sigue flotando en la infinitas estelas de la eternidad sentado en un trono de omnisciencia, omnipresencia y Bondad suprema. Cuanto más lejos, mejor.
¿Y qué nos ha dejado el
mito del río del olvido? Pues el buscar de uno mismo en el devenir, pero no para saber
lo que fuimos ni para indagar lo que dejamos de hacer, sino para vislumbrar el cielo gozoso que perdimos. Y así, el
viaje a los infiernos quedó como una etapa en el camino al Parnaso, un peldaño entre
una vida y la siguiente. Por fortuna, la eterna esencia de las cosas, lo
infinito del océano en la gota, aún pervive en los poetas y no puede verse alterado
su sentido por la marabunta del tiempo ni el desasosiego del devenir. La
búsqueda se inicia al momento de nacer y se recuerda en la forma de morir. Aunque el Ser en su lejanía teológica nos dijera: "Yo soy la vida del que busca". Sí, responderíamos parafraseando al retórico de Hipona (S. Agustín. Confesiones XIII, 11), y yo soy el que la vive, el que la busca en el tiempo. Pues vivo para
ser y buscar, y busco para vivir el ser.